

La gestión de menores en conflicto con la ley
La propuesta sueca constituye un retroceso en derechos de la infancia, en la gestión de menores y una respuesta punitiva de dudosa eficacia. La política criminal en justicia juvenil debe orientarse hacia la prevención, la educación y la reinserción, no hacia la criminalización temprana. Europa debe reafirmar su compromiso con los estándares internacionales, evitando que el miedo y la presión social conduzcan a reformas regresivas.
Mariam Bataller
La gestión de menores constituye uno de los ámbitos más sensibles y complejos del derecho penal contemporáneo, en tanto se sitúa en la intersección entre la protección integral del niño y la necesidad de dar respuesta a conductas de notable gravedad que afectan a la seguridad ciudadana. En este marco, la reciente propuesta del Gobierno de Suecia de reducir la edad mínima de responsabilidad penal de 15 a 13 años para determinados delitos de especial gravedad constituye un verdadero punto de inflexión en el debate europeo sobre justicia juvenil. El anuncio se inserta en un contexto marcado por el aumento de la violencia juvenil vinculada a redes criminales organizadas, particularmente en el ámbito de los tiroteos y atentados con explosivos, que han sacudido al país escandinavo en los últimos años.
Desde una perspectiva criminológica, la medida plantea una tensión evidente: por un lado, la pretensión de reforzar la capacidad disuasoria del sistema penal frente a organizaciones que instrumentalizan a menores; por otro, la necesidad de garantizar la conformidad con los estándares internacionales de derechos humanos, que de manera reiterada recomiendan no situar la edad de responsabilidad penal por debajo de los 14 años. El dilema, por tanto, no se limita a una cuestión de política criminal coyuntural, sino que abre un debate estructural sobre los fundamentos pedagógicos, jurídicos y sociales de la justicia juvenil en Europa.
La propuesta sueca y su justificación política
El Ejecutivo sueco, respaldado por una coalición de corte conservador, ha justificado la iniciativa en la necesidad de combatir el uso estratégico de gestión de menores por parte de bandas criminales, quienes se aprovechan de su inimputabilidad para encomendarles delitos de gran gravedad, desde homicidios hasta la colocación de artefactos explosivos. Según datos oficiales, el número de menores de 15 años sospechosos de delitos violentos graves se triplicó en 2024 respecto al año anterior, lo que ha generado un fuerte impacto mediático y social.
El proyecto, concebido inicialmente como un programa piloto de cinco años, no se aplicaría de forma indiscriminada, sino únicamente en relación con determinados delitos cuyo mínimo legal supera los cuatro años de prisión. Aun así, el alcance de la medida es considerable: la gestión de menores supondría que niños de 13 y 14 años podrían ser formalmente procesados y eventualmente sometidos a medidas privativas de libertad en centros especializados.
El contexto que explica esta iniciativa es fundamentalmente securitario. Suecia atraviesa desde hace casi una década una grave crisis de violencia armada y de explosivos, con tasas de homicidios juveniles que superan ampliamente la media europea. Según datos oficiales de la Policía Nacional, el número de menores de 15 años sospechosos de delitos violentos graves se triplicó entre 2023 y 2024, pasando de una treintena a casi un centenar de casos en apenas un año (Swedish Police Authority, 2024). Este repunte ha sido atribuido al uso estratégico de gestión de menores adolescentes por parte de bandas criminales, quienes les asignan funciones de sicariato o de transporte de armas y drogas, conscientes de que al no haber alcanzado la edad mínima de responsabilidad penal, no pueden ser procesados ni privados de libertad en los términos que la legislación prevé para los mayores de 15.
El Gobierno, encabezado por la coalición del acuerdo de Tidö, en el que participan partidos de centro-derecha y con el apoyo externo de los Demócratas de Suecia (SD), ha construido un discurso según el cual el sistema penal actual genera un “efecto llamada”: los adultos utilizan a menores inimputables como instrumentos para ejecutar los delitos más graves, aprovechando el vacío legal que impide imponer sanciones proporcionales. En este sentido, el Ministro de Justicia Gunnar Strömmer ha señalado, apuntando a la gestión de menores, que “ninguna persona de 13 o 14 años debería poder asesinar con la certeza de quedar al margen de la justicia” (Ministerio de Justicia de Suecia, 2025).
No obstante, cabe advertir que esta propuesta va más allá de las recomendaciones de la propia Comisión de Expertos (SOU 2025:11) constituida por el Parlamento, que en enero de 2025 había sugerido, haciendo referencia a la gestión de menores, rebajar la edad mínima solo hasta los 14 años, y exclusivamente para delitos con penas mínimas superiores a cuatro años. La opción gubernamental de descender hasta los 13 y de incluir una categoría amplia de “delitos graves” refleja una clara motivación política y electoral, vinculada al incremento de la percepción de inseguridad y al protagonismo mediático de casos en los que adolescentes han sido autores materiales de homicidios y ataques con explosivos en áreas urbanas de Estocolmo, Malmö o Uppsala.
En el plano criminológico, esta apuesta se enmarca en lo que Garland (2001) denomina “cultura del control”, caracterizada por una creciente presión social para que el sistema penal dé respuestas inmediatas y ejemplarizantes frente a fenómenos de criminalidad violenta. Suecia, tradicionalmente reconocida por un modelo de justicia juvenil garantista y pedagógico, parece así desplazarse hacia un paradigma más punitivo y disuasorio, en el que la prioridad se centra en cortar de raíz la instrumentalización criminal, mediante la gestión de menores, aun a costa de tensionar los compromisos internacionales en materia de derechos del niño.
En suma, lo que propone Suecia no es una reforma técnica neutra, sino un verdadero giro en la filosofía de la justicia juvenil, motivado por un contexto de violencia urbana excepcional y por la presión política de partidos que capitalizan el miedo social. La apuesta por los 13 años, más allá de la recomendación de los expertos (14), muestra que el criterio de oportunidad política y de visibilidad pública ha primado sobre la evidencia comparada, lo que anticipa un intenso debate jurídico y criminológico en el ámbito europeo.
En términos jurídico-penales, la iniciativa implica un desplazamiento del principio de mínima intervención que tradicionalmente ha regido en la justicia de la gestión de menores. De la lógica educativa y restaurativa que inspiró el modelo escandinavo, se pasa a una lógica de respuestas más tempranas y coercitivas, orientadas a satisfacer demandas de seguridad y a reducir la percepción de impunidad.
Estándares internacionales y tensiones normativas en la gestión de menores
El análisis de esta propuesta no puede prescindir de su contraste con los estándares internacionales en materia de derechos del niño. El Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas, en su Observación General n.º 24, ha reiterado de manera inequívoca que la edad mínima de responsabilidad penal no debe situarse por debajo de los 14 años y que, en los países donde ya se ha establecido una edad superior, no resulta aceptable reducirla. Del mismo modo, se rechazan las excepciones que permitan bajar dicha edad para delitos específicos o en atención a la supuesta madurez del menor.
En el ámbito europeo, tanto el Consejo de Europa como diversas resoluciones parlamentarias han defendido la necesidad de aproximar las legislaciones nacionales hacia una edad mínima armonizada en torno a los 14 años, promoviendo además sistemas de justicia juvenil diferenciados y centrados en la reinserción. Resulta, por tanto, evidente que la propuesta sueca tensiona estos consensos y corre el riesgo de ser interpretada como una regresión en materia de derechos fundamentales.
El contraste se hace más nítido si se observa la tendencia comparada en los últimos años: mientras Escocia ha elevado la edad de responsabilidad penal de 8 a 12 años, y otros Estados miembros han reforzado medidas socioeducativas, Suecia plantea una vía inversa, abriendo la puerta a una excepción punitiva que puede socavar la legitimidad de su propio modelo de justicia juvenil.
La propuesta sueca de reducir la edad mínima de responsabilidad penal (MACR, por sus siglas en inglés) de los 15 a los 13 años, aunque solo para delitos especialmente graves y a título experimental, debe ser analizada a la luz de los estándares internacionales en materia de infancia y justicia juvenil. Dichos estándares constituyen el marco de referencia mínimo al que se someten los Estados que han ratificado los tratados de derechos humanos, como es el caso de Suecia, Estado parte de la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989 (CDN).
El Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas, en su Observación General n.º 24 (2019), es particularmente claro en este punto: los Estados deben fijar una edad mínima de responsabilidad penal no inferior a los 14 años y, en la medida de lo posible, avanzar hacia edades superiores (15 o 16 años) en consonancia con la maduración psicológica de los adolescentes (Comité de los Derechos del Niño, 2019, párr. 33-35). Además, la Observación General rechaza expresamente el establecimiento de excepciones por tipo de delito o por criterios de “madurez individual”, al considerar que ello erosiona el principio de seguridad jurídica y abre la puerta a decisiones arbitrarias (Comité de los Derechos del Niño, 2019, párr. 38).
En el ámbito europeo, el Consejo de Europa ha reiterado en numerosas resoluciones la conveniencia de situar la edad mínima en torno a los 14 años. En particular, la Recomendación CM/Rec(2008)11 sobre Reglas Europeas para Delincuentes Juveniles Sujetos a Sanciones o Medidas establece que la privación de libertad debe ser la última ratio y que, en ningún caso, la edad mínima debe descender por debajo de los estándares internacionales. Asimismo, el Comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa ha señalado que cualquier reducción de la MACR puede constituir una regresión contraria al principio del interés superior del menor (Consejo de Europa, 2008).
El mapa comparado de la Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (FRA, 2022)muestra que los Estados europeos mantienen actualmente un rango de edades mínimas entre 10 y 16 años. Sin embargo, la tendencia predominante de la última década ha sido elevar progresivamente la edad mínima o, en su defecto, reforzar las garantías procesales y socioeducativas para los adolescentes más jóvenes. Ejemplos paradigmáticos son Escocia, que en 2019 elevó la edad de 8 a 12 años, con compromisos de seguir avanzando hacia los 14, o Luxemburgo, que reforzó la especialización de la jurisdicción juvenil con un enfoque restaurativo.
El contraste con Suecia resulta más evidente si se recuerda la experiencia de Dinamarca, que en 2010 redujo su edad mínima de 15 a 14 años con el mismo argumento de combatir la delincuencia juvenil violenta. Sin embargo, tras constatar la ineficacia disuasoria de la medida y los efectos adversos sobre la reinserción, en 2012 se restituyó la edad a los 15 años, acompañada de programas intensivos de prevención y apoyo familiar (Goldson & Muncie, 2015). Este ejemplo comparado sugiere que los descensos de edad responden más a impulsos securitarios coyunturales que a evidencia empírica.
En el caso sueco, la tensión normativa es doble. Por un lado, el país se apartaría del consenso internacional consolidado, situando su legislación por debajo del umbral recomendado de los 14 años. Por otro, la introducción de una excepción basada en la gravedad del delito vulneraría el principio de universalidad y previsibilidad que exige la CDN, exponiendo al Estado a críticas en los órganos de supervisión de Naciones Unidas y del Consejo de Europa. No es casual que organizaciones como Unicef Suecia o la Defensoría de la Infancia (Barnombudsmannen) hayan advertido que la reforma contradice tanto las obligaciones internacionales como la experiencia comparada, insistiendo en que la respuesta debe centrarse en la prevención, protección y rehabilitación, más que en la punición temprana.
En conclusión, desde un punto de vista normativo, la propuesta sueca representa un retroceso en materia de derechos de la infancia, que la sitúa en una posición de aislamiento frente al consenso europeo e internacional. La legitimidad de su política criminal quedará inevitablemente bajo escrutinio en los foros internacionales, con un alto riesgo de generar un efecto de “doble estándar”: por un lado, Suecia exige a terceros países la plena aplicación de la CDN, mientras en el plano interno opta por soluciones punitivas que contradicen las recomendaciones de los mismos órganos internacionales que supervisan su cumplimiento.
Neurodesarrollo y escuela: por qué 13–14 es franja crítica
El debate sobre la edad mínima de responsabilidad penal no puede desligarse de los avances científicos sobre el neurodesarrollo adolescente, que en los últimos años han proporcionado evidencias sólidas acerca de la evolución del cerebro humano entre los 12 y los 18 años. En particular, la franja de los 13–14 añosconstituye un periodo especialmente delicado, en el que confluyen la inmadurez neurobiológica, los cambios hormonales propios de la pubertad y una fase clave de la trayectoria escolar.
Desde el punto de vista neurocientífico, múltiples estudios han demostrado que el córtex prefrontal, encargado de funciones ejecutivas como la planificación, la inhibición de impulsos y la anticipación de consecuencias, no alcanza un grado de maduración funcional comparable al del adulto hasta bien entrada la tercera década de vida (Steinberg, 2010; Casey, 2015). Por el contrario, estructuras subcorticales como la amígdala y el estriado, asociadas a la búsqueda de sensaciones y recompensas inmediatas, muestran una elevada activación durante la adolescencia temprana. Este desajuste neurofuncional se traduce en una mayor propensión al riesgo, una menor capacidad para ponderar consecuencias a largo plazo y una susceptibilidad incrementada a la influencia del grupo de iguales.
En términos pedagógicos, la edad de 13–14 años coincide con una etapa de especial vulnerabilidad escolar. Se trata de un momento en el que muchos adolescentes experimentan desafección hacia la institución educativa, con tasas de abandono y absentismo significativamente elevadas. La criminología del desarrollo ha demostrado que la desconexión escolar temprana constituye uno de los predictores más robustos de trayectorias delictivas persistentes (Farrington, 2003). En consecuencia, la respuesta institucional más eficaz frente a conductas problemáticas en esta franja no debería ser la penalización, sino el reforzamiento de los vínculos escolares y la implementación de programas de tutoría, mentoría y apoyo socioeducativo.
La literatura criminológica, en la línea de la teoría del etiquetamiento (Becker, 1963), advierte además que la gestión de menores adolescentes en el circuito penal puede generar un efecto de profecía autocumplida: el joven asume la identidad de “delincuente” atribuida por la sociedad y encuentra en el grupo de iguales con antecedentes una comunidad de pertenencia que refuerza la conducta antisocial. En este sentido, diversos metaanálisis han evidenciado que el contacto temprano con instituciones penales aumenta la probabilidad de reincidencia, mientras que las intervenciones restaurativas y educativas reducen significativamente ese riesgo (Lipsey, 2009).
No debe olvidarse que, en el plano jurídico, el principio del interés superior del menor consagrado en el artículo 3 de la Convención sobre los Derechos del Niño exige que toda decisión legislativa que afecte a la infancia tenga en cuenta de manera prioritaria el desarrollo integral del niño. A la luz de la evidencia científica, someter a proceso penal ordinario a adolescentes de 13 o 14 años no satisface este principio, sino que lo contradice, al colocar a los menores en un entorno de etiquetamiento y exclusión que compromete su desarrollo psicosocial y educativo.
En consecuencia, la franja de 13–14 años no puede concebirse como un espacio idóneo para la imputación penal. Por el contrario, constituye un periodo crítico en el que las políticas públicas deben apostar por la educación inclusiva, el acompañamiento familiar y la intervención comunitaria, evitando la judicialización temprana de la adolescencia. Cualquier intento de rebajar la edad de responsabilidad penal hasta este umbral supone desconocer la evidencia científica acumulada y debilitar las bases pedagógicas de la justicia juvenil.
Criminología de la captación: gestión de menores como instrumentos del crimen organizado
Uno de los principales argumentos esgrimidos por el Gobierno sueco para justificar la reducción de la edad mínima de responsabilidad penal a los 13 años es el uso instrumental de la gestión de menores por parte de las bandas criminales. Esta estrategia responde a una lógica perversa: cuanto más bajo es el umbral de responsabilidad penal, más rentable resulta para el crimen organizado reclutar a adolescentes inimputables para ejecutar las tareas más arriesgadas, desde el transporte de armas hasta la comisión de homicidios.
En criminología, este fenómeno puede explicarse a partir de la teoría de la elección racional (Cornish & Clarke, 1986), según la cual los actores delictivos, en este caso, organizaciones estructuradas, maximizan beneficios y minimizan costes. Si el coste penal de utilizar a un menor de 13 o 14 años es nulo o muy reducido, las bandas encuentran un incentivo poderoso para desplazar hacia ellos las tareas que conllevan mayor riesgo de sanción. No obstante, esta lógica económica de la criminalidad organizada debe matizarse con el análisis de los factores de vulnerabilidad individual y social que hacen posible tal captación.
Diversos estudios empíricos han demostrado que los adolescentes reclutados por bandas suelen compartir perfiles de desarraigo escolar, precariedad socioeconómica, ausencia de referentes familiares positivos y exposición a contextos urbanos con alta violencia (Decker & Pyrooz, 2010). La teoría de las ventanas rotas (Wilson & Kelling, 1982) resulta útil para comprender cómo los entornos deteriorados y la ausencia de control social informal facilitan la penetración de grupos delictivos que ofrecen a los menores un sentido de pertenencia, estatus y protección que no encuentran en otras instituciones.
Desde el prisma de la criminología del desarrollo, se ha constatado que la incorporación temprana a actividades delictivas incrementa exponencialmente la probabilidad de persistencia criminal en la adultez (Moffitt, 1993). Es decir, al contrario de lo que sostienen quienes defienden la rebaja de la edad penal, la gestión de menores y introducción con edades de 13–14 años en el circuito judicial no garantiza una reducción del reclutamiento por bandas, sino que puede contribuir a cronificar las trayectorias delictivas, reforzando el fenómeno que se pretende atajar.
Asimismo, cabe subrayar que la reducción de la edad penal podría generar un efecto de desplazamiento: si el límite se fija en 13, las organizaciones no renunciarán a la instrumentalización de menores, sino que trasladarán la captación hacia adolescentes de 11 o 12 años, intensificando la vulnerabilidad de cohortes aún más jóvenes. Este fenómeno ya ha sido observado en contextos latinoamericanos, donde las “maras” y carteles reclutan sistemáticamente a la gestión de menores por debajo del umbral penal (Cruz, 2011).
Desde la teoría del etiquetamiento (Becker, 1963), se añade una advertencia fundamental: la criminalización de adolescentes de 13 o 14 años no solo no neutraliza la captación, sino que puede facilitar la consolidación de identidades delictivas. El estigma de “delincuente juvenil”, una vez internalizado, actúa como barrera para la reintegración escolar y laboral, y fortalece los lazos con subculturas criminales que proporcionan reconocimiento y cohesión.
¿Efecto contagio en Europa?
La eventual aprobación de la propuesta sueca de reducir la edad mínima de responsabilidad penal a los 13 años plantea un interrogante de notable relevancia: ¿podría esta medida tener un efecto contagio en otros países europeos? La experiencia comparada demuestra que las reformas penales en materia de menores tienden a difundirse en oleadas regionales, en ocasiones impulsadas por percepciones compartidas de inseguridad o por discursos políticos de corte populista punitivo. Sin embargo, el margen de expansión de una iniciativa como la sueca se encuentra constreñido por tres factores: los estándares internacionales, la tendencia normativa de la última década y la experiencia previa de otros Estados.
En primer lugar, el marco internacional constituye un valladar claro. Como ya se ha señalado, tanto la Convención sobre los Derechos del Niño como la Observación General nº 24 del Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas establecen que la edad mínima no debe situarse por debajo de los 14 años y desaconsejan las excepciones por tipo de delito. De ahí que cualquier Estado europeo que decidiera seguir la senda sueca afrontaría inmediatamente críticas de órganos de supervisión internacionales, con impacto en su reputación y en su legitimidad política en foros multilaterales (Comité de los Derechos del Niño, 2019).
En segundo lugar, la tendencia normativa europea se orienta en dirección contraria a la planteada por Suecia. En la última década, varios países han elevado su MACR o han reforzado garantías procesales para adolescentes. Escocia, por ejemplo, incrementó su edad mínima de 8 a 12 años en 2019, y se encuentra bajo presión de organizaciones internacionales para avanzar hacia los 14 (Goldson, 2020). Luxemburgo y Portugal han reforzado el carácter pedagógico de sus sistemas juveniles. Incluso Dinamarca, que redujo temporalmente su MACR de 15 a 14 años en 2010, revirtió la reforma en 2012 tras constatar su ineficacia disuasoria y los efectos adversos en la reintegración (Muncie, 2015). Estos precedentes ilustran que las reducciones de edad responden a coyunturas políticas de corto plazo y carecen de sostenibilidad.
En tercer lugar, el efecto comparado de legitimidad juega en contra del contagio. Suecia ha sido tradicionalmente un referente de políticas sociales avanzadas y de justicia juvenil pedagógica. Si el país optara por una medida regresiva, lo más probable es que generara debate político en otros Estados, pero no necesariamente imitación legislativa. En países como España, Italia, Francia o Alemania, donde la edad mínima se sitúa en torno a los 14 años, cualquier intento de reducción encontraría oposición frontal tanto de las defensorías del pueblo y asociaciones profesionales como de los órganos internacionales de supervisión.
Ahora bien, no cabe descartar que el “efecto contagio” se produzca en términos de discurso político más que de reformas normativas efectivas. Es decir, partidos de orientación securitaria podrían utilizar el ejemplo sueco como recurso retórico para exigir mayor dureza en el tratamiento de la delincuencia juvenil, aun cuando la evidencia comparada y las obligaciones internacionales desaconsejen materializar dichas demandas en leyes. Este fenómeno se ha observado ya en otros ámbitos del derecho penal, como la lucha contra el terrorismo o la criminalidad organizada, donde propuestas restrictivas en un país europeo sirven de inspiración discursiva en otros, aunque finalmente no prosperen en el plano legislativo.
Por consiguiente, el verdadero riesgo del “efecto contagio” no es tanto una ola de reformas que rebajen la edad mínima en Europa, sino la consolidación de una retórica populista punitiva que erosione la confianza en el modelo de justicia juvenil restaurativo y educativo que ha predominado en el continente durante las últimas décadas. Ello podría traducirse en un endurecimiento cualitativo dentro de los sistemas juveniles como medidas más largas, controles más estrictos o limitaciones a la libertad condicional, sin necesidad de alterar el umbral etario.
En suma, la experiencia comparada y las normas internacionales sugieren que la reforma sueca será más un “outlier” que un punto de inflexión regional. Su capacidad de contagio legislativo es limitada, pero su impacto simbólico puede ser relevante al reforzar discursos de mano dura frente a la gestión de menores y de la delincuencia juvenil. El reto para el resto de países europeos consistirá en responder con evidencia empírica y con pedagogía jurídica de la gestión de menores, demostrando que la seguridad ciudadana y el interés superior del menor no son objetivos incompatibles, sino dimensiones que deben articularse en un sistema juvenil especializado y garantista.
Conclusiones
La propuesta del Gobierno sueco de reducir la edad mínima de responsabilidad penal de los 15 a los 13 años para determinados delitos graves constituye un punto de inflexión en el debate europeo sobre la gestión de menores y la justicia juvenil. Aunque se plantea como un programa piloto limitado en el tiempo, sus implicaciones trascienden las fronteras nacionales y proyectan interrogantes de carácter jurídico, pedagógico y criminológico.
En primer lugar, desde la perspectiva normativa, la iniciativa sueca entra en tensión directa con los estándares internacionales. Tanto la Convención sobre los Derechos del Niño como la Observación General n.º 24 del Comité de los Derechos del Niño establecen que no debe fijarse una edad mínima por debajo de los 14 años, desaconsejando además cualquier excepción por tipo de delito. La rebaja a 13 años, aun bajo un esquema experimental, constituye una regresión incompatible con la tendencia global hacia la elevación de los umbrales de responsabilidad y con el principio del interés superior del menor.
En segundo lugar, desde el ángulo del neurodesarrollo y la pedagogía, resulta evidente que la franja de los 13–14 años corresponde a un estadio de maduración incompleta del córtex prefrontal, lo que condiciona la capacidad de autocontrol, planificación y anticipación de consecuencias. Penalizar a adolescentes en esta etapa crítica equivale a desconocer la evidencia científica acumulada y pone en riesgo su trayectoria escolar y social, aumentando la probabilidad de reincidencia.
En tercer lugar, el análisis criminológico demuestra que el problema de la gestión de menores y captación por bandas criminales no se resuelve mediante la reducción de la edad penal. Por el contrario, la experiencia internacional confirma que ello puede desplazar el reclutamiento a edades aún más tempranas y cronificar trayectorias delictivas. La solución más eficaz radica en perseguir con firmeza a los adultos que inducen a delinquir, reforzar los vínculos escolares y comunitarios de los adolescentes en riesgo y desplegar políticas preventivas en barrios vulnerables.
En cuarto lugar, la comparativa europea muestra que países como España, con una MACR fijada en los 14 años, han optado por endurecer cualitativamente la respuesta dentro del sistema juvenil —internamientos más largos, medidas combinadas con libertad vigilada, programas terapéuticos— sin alterar el umbral etario. Esta vía permite compatibilizar seguridad y pedagogía, evitando el estigma que conlleva una criminalización precoz. El ejemplo danés, que redujo temporalmente la edad a 14 y posteriormente revirtió la medida por sus efectos adversos, constituye un precedente aleccionador.
En quinto lugar, aunque el riesgo de un efecto contagio legislativo en Europa es limitado, sí puede producirse un contagio discursivo, reforzando narrativas populistas de “mano dura” en materia de delincuencia juvenil. El reto para el resto de países europeos consiste en contrarrestar estas demandas con evidencia empírica y pedagogía jurídica, defendiendo la coherencia del modelo restaurativo y educativo de justicia juvenil.
Por último, cualquier evaluación de la reforma sueca debe realizarse con criterios multidimensionales: no solo atendiendo a la eventual reducción de delitos cometidos por menores, sino también a indicadores de reincidencia, desarrollo educativo, respeto de garantías procesales y costes sociales. Solo una valoración integral, independiente y basada en datos permitirá determinar si la medida cumple con los fines de prevención y reinserción que legitiman el derecho penal juvenil.
En definitiva, la propuesta sueca evidencia la tensión permanente entre las demandas de seguridad ciudadana y la protección de los derechos de la infancia. Sin embargo, la experiencia comparada y la evidencia criminológica sugieren que rebajar la edad mínima de responsabilidad penal no es una respuesta adecuada ni eficaz. La verdadera solución pasa por fortalecer los sistemas educativos, prevenir la captación criminal y reforzar las garantías del proceso juvenil, sin sacrificar los principios fundamentales que rigen la justicia de menores en un Estado de derecho.
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