

La vulnerabilidad en prisión
Es necesario un modelo penitenciario que proteja la vulnerabilidad en prisión, con enfoque interseccional, para garantizar la dignidad, salud e igualdad en entornos de alta concentración y riesgo.
Mariam Bataller
La noción de población y vulnerabilidad en prisión, abarca a quienes, por su condición personal, social o procesal, soportan un riesgo incrementado de victimización, deterioro de la salud, aislamiento o discriminación, y por ello exigen garantías reforzadas en el acceso a derechos, en la protección de su integridad y en la adecuación del régimen y del tratamiento penitenciario. Esta vulnerabilidad en prisión se manifiesta en dos ejes complementarios: por un lado, la vulnerabilidad por condición (trastorno mental grave, patología dual, discapacidad, enfermedades crónicas o infecciosas, pobreza, exclusión y barreras idiomáticas) y, por otro, la vulnerabilidad por exposición específica intramuros, ligada a tipologías delictivas altamente estigmatizadas, a la condición previa de pertenencia a fuerzas y cuerpos de seguridad o a la colaboración con la justicia, que incrementan el riesgo de agresión por parte de terceros.
Esta doble dimensión obliga a articular respuestas integrales: separación y alojamiento seguro cuando sea necesario, continuidad asistencial sanitaria, ajustes razonables, intérpretes y mediación cultural, así como planes individualizados de tratamiento con revisión periódica y trazabilidad documental que permitan el control jurisdiccional efectivo. En el ámbito estatal, las categorías de Internos de Especial Seguimiento (FIES) incluyen tanto perfiles de control de peligrosidad como supuestos orientados a protección (especialmente FIES-4 y ciertos casos de FIES-5), que, aun no habiendo “vulnerabilidad en prisión hacia ellos” por debilidad clínica o social, sí requieren medidas de protección por su exposición al daño; en Cataluña, el seguimiento especial cumple funciones equivalentes, sin la nomenclatura FIES, mediante decisiones de la Junta de Tratamiento y dispositivos de separación y apoyo. El marco de estándares internacionales y constitucionales impone un principio de proporcionalidad y de mínima restricción: la protección no puede traducirse en aislamiento prolongado, medicalización inadecuada o restricciones generalizadas, sino en apoyos efectivos, trato digno y supervisión independiente que garanticen el derecho a la salud, a la integridad y a la no discriminación de las personas privadas de libertad.
La prisión es un contexto de alta densidad de riesgos sociales y sanitarios, donde confluyen sobrerrepresentaciones de pobreza, fracaso escolar, adicciones y trastornos de salud mental, y donde las relaciones de poder y pertenencia grupal pueden amplificar la violencia y la estigmatización de determinados perfiles delictivos o biográficos. En este marco, el concepto de “población vulnerable” de cara a la vulnerabilidad en prisión no responde a una categoría cerrada, sino a un constructo dinámico que identifica situaciones de especial exposición al daño o a la restricción injustificada de derechos fundamentales, exigiendo una respuesta administrativa y jurisdiccional reforzada que combine seguridad, tratamiento y garantías, conforme a los estándares de derechos humanos aplicables al medio penitenciario. Para la práctica de la defensa, ello implica trasladar el foco desde la mera compatibilidad formal de las medidas regimentales a su necesidad, idoneidad y proporcionalidad en el caso concreto, con base probatoria y clínica suficiente, y con alternativas menos gravosas cuando existan.
Desde una perspectiva sustantiva, pueden diferenciarse tres planos dentro de la vulnerabilidad en prisión que con frecuencia se solapan. Primero, la vulnerabilidad sanitaria: la elevada prevalencia de trastornos mentales y de patología dual, así como de enfermedades crónicas e infecciosas, exige asegurar continuidad asistencial, consentimiento informado reforzado, confidencialidad y accesibilidad efectiva a recursos diagnósticos y terapéuticos, evitando que la “protección” derive en medicalización coercitiva o en regímenes de aislamiento carentes de justificación clínica. Segundo, la vulnerabilidad en prisión social y estructural: personas migrantes y minorías étnicas afrontan barreras idiomáticas y culturales, mujeres (especialmente madres) y personas con discapacidad requieren ajustes razonables y dispositivos adaptados, siendo necesario un enfoque interseccional que reconozca cómo se acumulan las desventajas y cómo impactan en la convivencia y en las trayectorias de reinserción. Tercero, la vulnerabilidad en prisión por exposición intramuros: autores de delitos altamente estigmatizados (p. ej., agresiones sexuales), exmiembros de fuerzas y cuerpos de seguridad y colaboradores con la justicia concentran riesgo elevado de agresiones, de modo que la protección debe articularse mediante separación interior y destinos adecuados, minimizando a la vez efectos iatrogénicos (aislamiento prolongado, acceso restringido a programas) y preservando la igualdad de oportunidades tratamentales.
Organizativamente, el sistema estatal opera con el fichero de Internos de Especial Seguimiento (FIES), que combina categorías de control de peligrosidad con categorías de protección, siendo paradigmático FIES-4 (protección de ex FFCCSS/II.PP.) y determinados supuestos de FIES-5 (características especiales que incrementan la exposición) como mecanismos de gestión del riesgo de victimización; en Cataluña, sin emplear la nomenclatura FIES, existen dispositivos de seguimiento especial y decisiones de Junta de Tratamiento con efectos funcionalmente equivalentes en materia de separación y apoyo. En ambos casos, la clave, desde derechos humanos y defensa, es garantizar que la clasificación, el seguimiento y la separación interior estén motivados con criterios verificables, sometidos a revisión periódica, y acompañados de medidas positivas (intérpretes, mediación cultural, programas específicos, acceso a salud mental y social) que eviten que la “protección” devenga en una nueva forma de exclusión dentro del propio sistema.
Vulnerabilidad en prisión estructural y social
La vulnerabilidad en prisión estructural y social en el medio penitenciario remite a condiciones previas y concurrentes de exclusión que se concentran y agravan en prisión, generando un riesgo incrementado de daño y de restricción injustificada de derechos. Esta vulnerabilidad no es una característica individual estática, sino un fenómeno relacional y contextualmente determinado, que refleja fallos sistémicos en el acceso a educación, empleo digno, salud, vivienda y redes de apoyo, y que se manifiesta en la cárcel como acumulación de desventajas y estigmas. Desde una perspectiva garantista, su reconocimiento impone obligaciones positivas a la administración penitenciaria: identificar tempranamente situaciones de exclusión, prevenir su agravamiento y activar apoyos efectivos que aseguren trato digno, igualdad material y continuidad de derechos fundamentales intramuros.
En términos analíticos, resulta útil la distinción entre exclusión primaria (desventajas sociales y económicas preexistentes), exclusión secundaria (agravamiento derivado del ingreso y la etiqueta de “interno”) y exclusión terciaria (estigma pospenitenciario que dificulta la reintegración). En la práctica, muchas personas privadas de libertad han afrontado escolarización intermitente o fracaso escolar, trayectorias laborales precarias, adicciones, violencia en la infancia y carencias severas de protección social, lo que configura un terreno fértil para la cronificación del daño si el encierro no se acompaña de apoyos adecuados. Este circuito de exclusiones sucesivas tiende a reproducir desigualdades y a aumentar la probabilidad de recaídas y de reincidencia, por lo que su abordaje exige intervenciones que trasciendan el mero control y activen itinerarios socioeducativos individualizados, conectados con recursos comunitarios y con perspectiva de género e interseccional.
La dimensión relacional de la vulnerabilidad implica considerar la disponibilidad y calidad de los vínculos dentro y fuera del establecimiento. El aislamiento del entorno familiar y comunitario, la pérdida de control sobre la vida cotidiana y las dinámicas propias de una “institución total” pueden erosionar la autoestima, la confianza y la agencia, elementos esenciales para el éxito de cualquier plan de tratamiento o reintegración. De ahí la relevancia de políticas que reduzcan barreras al contacto con el exterior, faciliten comunicaciones significativas, garanticen intérpretes y mediación cultural cuando existan barreras idiomáticas, y promuevan la participación en programas socioeducativos que refuercen habilidades, hábitos de vida saludables y empleabilidad realista. En clave de defensa, estas medidas no son meros complementos: constituyen ajustes razonables necesarios para igualar oportunidades de acceso a derechos y para satisfacer el principio de no discriminación.
Desde el prisma interseccional, la vulnerabilidad se intensifica cuando convergen categorías sociales de desventaja. Las personas migrantes y pertenecientes a minorías étnicas se enfrentan a barreras lingüísticas, culturales y documentales que dificultan el acceso a prestaciones, a la información y a la participación en programas. Las mujeres, especialmente madres, cargan con responsabilidades de cuidado y con mayores tasas de victimización previa, requiriendo dispositivos específicos de salud integral, apoyo psicosocial y medidas que eviten la ruptura de vínculos materno-filiales. Las personas con discapacidad, por su parte, necesitan accesibilidad física, comunicacional y cognitiva, así como apoyos técnicos y humanos que hagan efectivos sus derechos en igualdad de condiciones. En todos estos casos, el estándar de diligencia reforzada se traduce en evaluaciones individualizadas de necesidades, ajustes razonables y supervisión externa que permita corregir rápidamente déficits de protección.
La dimensión estructural abarca además factores materiales críticos: empleo, vivienda y sostenimiento económico. La prisión no puede limitarse a postular el trabajo como solución cuando las oportunidades intramuros son escasas o no cualificantes, y cuando el retorno a la comunidad se enfrenta a mercados laborales precarizados y a la discriminación por antecedentes. Algo similar sucede con la vivienda: sin alternativas habitacionales estables, los itinerarios de inserción se debilitan y aumenta el riesgo de recaída en circuitos de exclusión. La respuesta, desde políticas públicas y desde la defensa de derechos, pasa por transitar de un modelo centrado en “actividades ocupacionales” a programas de cualificación con valor en el mercado, prácticas prelaborales con acompañamiento y puentes efectivos con servicios de empleo y vivienda, incluyendo medidas de apoyo económico transitorio cuando sea necesario para evitar el colapso de los planes de reintegración.
La gestión penitenciaria de la vulnerabilidad estructural y social debe conciliar seguridad con derechos. Las medidas de separación o de especial seguimiento no han de traducirse en regímenes restrictivos que, bajo la retórica de la protección, agraven la exclusión limitando el acceso a programas, actividades y relaciones significativas. La proporcionalidad exige minimizar restricciones y maximizar apoyos: información comprensible sobre derechos y procedimientos, acceso a asistencia jurídica efectiva, dispositivos de salud mental integrados, mediación cultural y recursos de trabajo social con trazabilidad documental. Para la práctica forense, ello se concreta en exigir evaluaciones periódicas, indicadores objetivables de necesidad y eficacia, y vías claras de revisión administrativa y jurisdiccional, evitando que la excepcionalidad se cronifique.
Finalmente, una política penitenciaria compatible con derechos humanos requiere gobernanza colaborativa: coordinación entre administración penitenciaria, servicios de salud, servicios sociales y tercer sector; transparencia en criterios y resultados; y participación informada de las personas internas en las decisiones que les afectan. La vulnerabilidad estructural y social, al ser producto y reflejo de estructuras, no se resuelve con dispositivos meramente regimentales, sino con estrategias integrales que alineen prevención, tratamiento y garantías. Desde la abogacía de la defensa y desde la perspectiva de derechos humanos, este enfoque no es solo deseable, sino debido: la prisión priva de libertad, no del derecho a la igualdad material, a la salud, a la información y a la dignidad.
Vulnerabilidad sanitaria
La vulnerabilidad en prisión sanitaria se refiere a la especial exposición de la población interna a riesgos de salud física y mental, así como a barreras sistemáticas para el acceso oportuno y adecuado a la atención, que exigen garantías reforzadas y una gestión clínica integrada con enfoque de derechos. Este entorno concentra prevalencias superiores de trastorno mental, patología dual y enfermedades infecciosas o crónicas, en un contexto arquitectónico y organizativo que puede agravar el daño si no se asegura continuidad asistencial, confidencialidad, consentimiento informado y ajustes razonables. Desde una perspectiva de defensa y derechos humanos, el estándar aplicable impone a la administración una diligencia reforzada: cribado sistemático al ingreso, rutas asistenciales individualizadas, provisión efectiva de tratamientos y mecanismos de revisión clínica y jurisdiccional que eviten la medicalización coercitiva y los regímenes restrictivos injustificados.
En salud mental, la combinación de trastorno mental grave y patología dual es un vector central de vulnerabilidad: la privación de libertad y el estrés institucional aumentan riesgo de descompensación, autolesión y suicidio, por lo que la prioridad es garantizar evaluación temprana, psicofarmacoterapia y psicoterapia basadas en evidencia, así como protocolos de prevención del suicidio compatibles con la dignidad y la participación informada del paciente. La continuidad asistencial resulta esencial para evitar interrupciones terapéuticas, reduciendo recaídas y eventos críticos. El consentimiento informado ha de ser específico, libre y revocable, con información comprensible y adaptada a la capacidad de cada persona, y la confidencialidad sanitaria debe preservarse frente a usos regimentales desproporcionados, especialmente en decisiones de separación o especial seguimiento.
En enfermedades infecciosas y crónicas, la prisión actúa como espacio de alto riesgo epidemiológico que exige cribado, prevención y tratamiento continuos. La evidencia disponible muestra una prevalencia elevada de infección por VIH y hepatitis C, así como historia de tuberculosis y comorbilidades metabólicas, lo que obliga a sostener programas de detección, vacunación, tratamiento antiviral y seguimiento, con acceso real a pruebas diagnósticas y terapias de última generación. Estas obligaciones no se agotan en la oferta formal: requieren accesibilidad efectiva (horarios, idioma, comprensión), confidencialidad y garantías de no discriminación para mujeres, personas migrantes y quienes afrontan barreras idiomáticas o cognitivas. En clave de defensa, la insuficiencia de personal sanitario, las demoras diagnósticas o las interrupciones terapéuticas constituyen déficits estructurales que deben ser corregidos sin traducirse en mayores restricciones regimentales (por ejemplo, traslados frecuentes o aislamientos preventivos), priorizando soluciones de refuerzo de plantillas, telemedicina como apoyo y derivaciones hospitalarias ágiles con protocolos de seguridad proporcionados.
En síntesis, la vulnerabilidad en prisión sanitaria exige un modelo de atención centrado en la persona, con cribado universal al ingreso, continuidad terapéutica, consentimiento informado robusto, confidencialidad y accesos adaptados, coordinado con salud pública y servicios comunitarios para garantizar que la protección de la salud no se convierta en un nuevo vector de exclusión o restricción indebida de derechos fundamentales. La defensa técnica debe verificar periódicamente la idoneidad y proporcionalidad de las medidas clínicas y regimentales, reclamar ajustes razonables y demandar rendición de cuentas cuando la “protección” derive en prácticas que agraven el daño o limiten el acceso efectivo a la salud intramuros
Enfermedades infecciosas y crónicas: prevención, tratamiento y garantías epidemiológicas en entornos de alta concentración y riesgo
Los establecimientos penitenciarios son espacios de alto riesgo epidemiológico por la sobreocupación, la ventilación limitada, la elevada rotación de personas, la convivencia en espacios cerrados y la mayor prevalencia previa de patologías en la población interna. En este contexto, la prevención debe pivotar sobre tres ejes: cribado sistemático al ingreso y de forma periódica (VIH, VHB, VHC, tuberculosis activa y latente, ITS), vacunación universal y por riesgo (completar calendario adulto, VHB, VHA en expuestos, influenza, neumococo, y refuerzos pertinentes) y reducción de daños (preservativos y lubricantes, tratamiento de sustitución con agonistas opioides, programas de prevención de infecciones asociadas a consumo y de higiene respiratoria). Estos pilares requieren protocolos escritos, personal suficiente y registros interoperables, con información comprensible y acceso efectivo para personas con barreras idiomáticas o cognitivas.
El tratamiento debe garantizar estándares equivalentes a los de la comunidad: antirretrovirales de última generación con continuidad terapéutica, antivirales de acción directa para VHC con test-to-treat en el propio centro cuando sea posible, tratamiento y profilaxis de tuberculosis, y abordaje integral de comorbilidades crónicas (diabetes, EPOC, cardiopatías) con acceso a diagnóstico, fármacos y derivación hospitalaria ágil. La continuidad asistencial es crítica en traslados y excarcelaciones: debe existir enlace clínico con atención primaria y especializada, entrega de medicación “puente”, cita programada y traspaso documental seguro para evitar interrupciones que fomenten recaídas clínicas o resistencias.
Las garantías epidemiológicas exigen planes de ventilación y control ambiental, limpieza y desinfección adecuadas, formación en higiene de manos y etiqueta respiratoria, vigilancia de brotes con circuitos de notificación, investigación y comunicación transparente, y auditorías periódicas de cumplimiento. Toda medida de control (por ejemplo, aislamiento médico) ha de ser proporcional, justificada clínicamente, por el tiempo estrictamente necesario, con supervisión sanitaria y acceso a comunicación, actividades y apoyo psicosocial para evitar efectos iatrogénicos del encierro adicional.
Desde la perspectiva de derechos humanos y la defensa, son exigibles: equivalencia de cuidados respecto a la comunidad; consentimiento informado específico, libre y revocable; confidencialidad sanitaria frente a usos regimentales desproporcionados; ajustes razonables (intérpretes, materiales en lectura fácil, acompañamientos) para garantizar acceso real; y vías de reclamación clínica y jurisdiccional eficaces cuando existan demoras diagnósticas, interrupciones terapéuticas o déficit de personal. Operativamente, conviene verificar en cada caso la existencia de cribado documentado, estado vacunal, continuidad farmacológica durante traslados, criterios y duración de aislamientos, y la programación de la continuidad de cuidados en la salida. Este enfoque integra salud pública, clínica y garantías, reduciendo riesgo de brotes y cargas de enfermedad sin convertir la “protección” en una nueva capa de restricción de derechos.
Colectivos minoritarios y enfoque interseccional
El análisis de la vulnerabilidad en prisión exige abandonar miradas homogéneas y adoptar un enfoque interseccional que identifique cómo múltiples ejes de desventaja, origen étnico-racial, género, estatus migratorio, discapacidad, edad, orientación sexual e identidad de género, nivel educativo o situación socioeconómica, se acumulan y potencian la exposición al daño, la discriminación y la restricción de derechos fundamentales intramuros. La población reclusa no es solo heterogénea, sino atravesada por desigualdades previas que se intensifican en el encierro; por ello, el estándar de diligencia reforzada impone evaluar necesidades específicas, introducir ajustes razonables y asegurar que toda medida de seguridad sea proporcionada, temporal y acompañada de apoyos efectivos, evitando que la “protección” devenga exclusión secundaria o aislamiento encubierto.
Las personas migrantes y pertenecientes a minorías étnicas enfrentan barreras idiomáticas y culturales que limitan el acceso a la información comprensible, a la defensa técnica efectiva y a los programas de tratamiento y reinserción, además de un riesgo mayor de estigmatización y conflictos intramuros. Este colectivo requiere intérpretes cualificados, mediación intercultural, materiales en lectura fácil o multilingües, y circuitos de derivación social que contemplen documentación, arraigo y continuidad asistencial al excarcelado; dichas garantías no son accesorios, sino condiciones de igualdad material para el ejercicio de derechos y para la participación real en decisiones que les afecten.
Las mujeres privadas de libertad, en particular las madres, suelen arrastrar trayectorias de violencia de género, cuidados no compartidos y precariedad extrema, lo que impone respuestas específicas de salud integral, incluida la salud sexual-reproductiva, apoyo psicosocial y medidas que protejan el vínculo materno-filial sin sacrificar el acceso a programas y oportunidades tratamentales. Un enfoque sensible al trauma y a la violencia previa reduce revictimizaciones y mejora la adherencia a itinerarios de cambio; a la vez, exige revisar regímenes y horarios que, bajo lógicas de seguridad, terminan penalizando la maternidad o invisibilizando necesidades de higiene, intimidad y acompañamiento.
Las personas con discapacidad física, sensorial, intelectual o psicosocial requieren accesibilidad universal (arquitectónica, comunicacional y cognitiva), apoyos humanos y tecnológicos, y ajustes razonables en procedimientos, entrevistas, sanciones y programas, de modo que la discapacidad no se traduzca en incapacidad de facto para comprender, ejercer o impugnar decisiones. La falta de adaptación agrava la vulnerabilidad y puede convertir la relación penitenciaria en un terreno propicio para decisiones arbitrarias o desproporcionadas; por ello, la defensa ha de verificar la existencia de evaluaciones funcionales, apoyos designados, formatos accesibles y registros de comprensión efectiva del contenido de resoluciones y consentimientos.
Otros colectivos como personas LGBTI+, jóvenes, mayores o minorías religiosas muestran patrones específicos de riesgo: victimización por prejuicio, necesidades de alojamiento seguro, prácticas religiosas compatibles con el régimen, o cuidados de larga duración. La respuesta adecuada combina separación protectora cuando sea estrictamente necesario con garantías de acceso pleno a actividades, programas y relaciones significativas, evitando “guetos” que perpetúen la exclusión. En todos los casos, el principio de no discriminación y la igualdad material obligan a monitorizar impactos no intencionales de medidas generales y a incorporar evaluaciones periódicas con indicadores de acceso, participación y resultados.
Desde una perspectiva de derechos humanos y de defensa, el enfoque interseccional se traduce operativamente en: cribados de vulnerabilidad en prisión y revisiones periódicas; disponibilidad de intérpretes y mediación cultural; materiales accesibles y asistencia letrada efectiva adaptada; protocolos de prevención de violencia por prejuicio; alojamiento y separación con base en evaluación del riesgo y por el tiempo imprescindible; y trazabilidad documental que permita control administrativo y judicial. Solo así se garantiza que la condición de minoría sea por origen, género, discapacidad u otras dimensiones no derive en una merma sistemática de derechos, sino en una respuesta institucional que iguale oportunidades, proteja la integridad y viabilice itinerarios de reinserción reales.
Gestión de la vulnerabilidad en prisión
La gestión de la vulnerabilidad en prisión requiere un equilibrio fino entre protección efectiva y respeto estricto de derechos, articulado sobre tres pilares operativos: separación, seguimiento y tratamiento, con motivación individualizada, proporcionalidad y revisión periódica. La separación interior, cuando sea necesaria, debe responder a una finalidad protectora específica, aplicarse por el tiempo estrictamente imprescindible y sin traducirse en privaciones accesorias de acceso a programas, actividades o vínculos significativos; su adopción exige evaluación técnica documentada, comunicación comprensible a la persona afectada y vías de impugnación accesibles, integrando ajustes razonables (intérpretes, formatos accesibles) para garantizar comprensión real del alcance y de los medios de recurso. En paralelo, el seguimiento especial ha de basarse en indicadores verificables de riesgo y necesidad (salud mental, discapacidad, exposición por tipología delictiva o condición biográfica), con planes individualizados que incluyan objetivos, apoyos y hitos de revisión, evitando la cronificación de medidas excepcionales y asegurando trazabilidad que permita control administrativo y jurisdiccional. El tratamiento, por su parte, debe ser individualizado, continuo y orientado a resultados, combinando intervenciones psicosociales basadas en evidencia (adicciones, agresores sexuales, violencia de género) con dispositivos socioeducativos y de inserción que mantengan el puente con la comunidad y operen de forma coordinada con salud, servicios sociales y tercer sector, evaluando periódicamente eficacia y efectos no deseados sobre colectivos vulnerables.
Operativamente, esto se traduce en un circuito con cuatro momentos críticos: cribado de vulnerabilidad al ingreso (salud física y mental, barreras idiomáticas, riesgos de victimización), decisión motivada sobre separación o medidas alternativas (ajustada a riesgo y compatible con acceso a programas), plan individualizado con apoyos clínicos y sociales (incluida mediación cultural, accesibilidad y continuidad asistencial) y revisión periódica con criterios de salida, documentando cada hito para permitir auditoría y control externo. En la práctica, la proporcionalidad exige preferir soluciones de bajo impacto (reubicaciones lógicas, acompañamientos, horarios protegidos, grupos específicos) frente a restricciones intensas; cuando el aislamiento médico o la custodia reforzada resulten indispensables, deben estar clínicamente y técnicamente justificados, con garantías de tiempo limitado, supervisión independiente y mantenimiento de derechos conexos (comunicación, defensa, acceso a actividades compatibles). La coordinación entre órganos de tratamiento y de régimen es clave: los equipos técnicos formulan propuestas basadas en evidencia, la junta de tratamiento decide y revisa, y la dirección garantiza la ejecución con salvaguardas, bajo el principio de flexibilidad en beneficio del interno y sin convertir la protección en un nuevo vector de exclusión.
Una gestión de la vulnerabilidad compatible con derechos humanos debe ser selectiva, transparente y evaluable: separar para proteger, no para aislar; seguir y documentar para revisar, no para perpetuar; tratar para reequilibrar oportunidades, no para etiquetar. Este enfoque exige planes individualizados con indicadores claros, preferencia por medidas de bajo impacto, coordinación sanitaria y social real y control externo eficaz. Desde la defensa, la verificación de motivación, proporcionalidad, ajustes razonables y revisiones periódicas es esencial para que la “protección” no devenga en restricción adicional, sino en condición habilitante para el ejercicio de derechos y la reinserción efectiva.
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